Ya pasaron varios años y todavía soy capaz de recordarlo. Su mente en un punto de no retorno, su mirada ausente, sus manos frías y ese corazón, su corazón… Abriendo más espacios, construyendo nuevas estancias, más luminosas y cálidas, con el único fin de dejar entrar libremente a otras almas mientras la mía aparentemente aún seguía allí dentro.
Lo mejor o lo peor según, como uno lo mire es que sé que nunca pude verlo. Sin embargo, juraría notarlo y sentirlo en lo más profundo de mi ser: de nuevo me partí en mil pedazos. Quién lo iba a decir, después de tantos años, finalmente dejé de vivir allí. Justo en esa pequeña pieza situada en el lado izquierdo de su cuerpo. Esa pieza minúscula e insignificante, pero sin la cual nadie podría vivir. Es por ello, que durante un largo período de tiempo, la perdí y dejé de vivir yo. Perdí esa pieza y en consecuencia también a mí. Es curioso, pues dejar de respirar no tiene siempre por qué significar morir, por desgracia, supone mucho más que eso.
Y entonces, de repente sin quererlo ni buscarlo vuelves a revivirlo. Vuelves a revivir esa sensación de habitar en un espacio que aunque sientas tu casa, hace tiempo que dejó de serlo y desde este preciso instante ya nunca más lo será. Entrarán nuevas personas, se escucharán nuevas risas, nuevos llantos, podrán contar otras historias, pero ya nunca más la nuestra. Decimos adiós a cuatro paredes que nos vieron crecer y que ahora, desgraciadamente, con nuestra despedida, también se derrumban.