Jamás dependí de los días soleados
para no marchitarme, para no decaer,
pues siempre tuve la fuerte creencia
de que los días grises también forman parte
de los estados de ánimo del cielo.
Y hay que respetarlo
y hay que respetarnos
pues todos merecemos
y necesitamos
de vez en cuando
nublarnos,
llorarnos,
llovernos.
Ya nunca más tuve esa necesidad absurda
de cada mañana al despertar contar los minutos restantes
para volver a frotar la lámpara y pedirle a un genio exhausto
los mismos tres deseos que al unirse creaban
verdaderos imposibles.